Es cierto: a diario nos saturan el correo electrónico con una sarta de cadenas empalagosas. Pero también es cierto que revolviendo el barro suelen encontrarse algunas pepitas de oro. El relato que sigue me lo enviaron por E-mail; y si no alcanza la categoría de pepita de oro, al menos se me concederá que es una historia digna de compartirse entre amigos. No pude resistirme a retocar el texto aquí y allá, pero la historia es esencialmente la misma. ¡Al ruedo!
La cita
Una mañana, a las 8:30, un hombre de unos ochenta años llegó al hospital para que le retiraran los puntos de un corte en el pulgar. Explicó que estaba apurado, que tenía una cita a las 9:00.
El doctor le pidió que tomara asiento, sabiendo que quizá pasaría más de una hora antes de que le llegara el turno. No obstante, lo vio mirando el reloj con tanta insistencia que decidió examinar su herida haciéndole un hueco entre los demás pacientes.
Mientras lo curaba le preguntó si tenía una cita con otro especialista, ya que lo notaba muy nervioso. Él le dijo que no, pero que debía ir al geriátrico para desayunar con su esposa. Entonces el doctor se interesó por la salud de ella, y el hombre le confió que padecía de Alzheimer. Preguntó el médico si tal vez ella se enfadaría en caso de que él llegara un poco tarde, y el hombre contestó que su mujer llevaba más de cinco años sin poder reconocerlo.
—¿Y usted sigue yendo cada mañana —dijo el doctor— aun cuando ella no sabe quién es usted?
El hombre sonrió y le dijo:
—Ella no sabe quién soy yo, pero yo aún sé quién es ella.
El médico se quedó pensativo, mientras el hombre le daba las gracias y se marchaba a toda prisa.
Texto anónimo, hasta que aparezca el dueño
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